El sábado 9 de noviembre de 2019, Luis Fernando Camacho, presidente del Comité Cívico pro Santa Cruz, ingresó en el Palacio Quemado para plantar la Biblia en medio del hall central. Dijo que la palabra de Dios regresaba a Bolivia, después de una década de Estado laico —y de ateísmo con olor a comunismo habría que agregar—, de vaciamiento de los sacrosantos valores humanos proclamados por la fe católica.
Durante esa mañana, con las facilidades otorgadas por batallones policiales que habían decidido amotinarse contra el poder constituido, Tuto Quiroga daba vueltas por la plaza Murillo con la autosuficiencia de que la consumación del golpe de Estado era cuestión de horas, que con el gobierno ya sin apoyo del aparato represivo legal, la verde olivo se convertía en el brazo protector de los “pititas”, esos clasemedieros urbanos envalentonados con vigilias en domicilios particulares y persecuciones de autoridades, dirigentes y activistas vinculados al Movimiento Al Socialismo (MAS) y al gobierno depuesto.
Durante los 21 días de las violentas movilizaciones producidas en el departamento de Santa Cruz, Camacho leía cada noche algún versículo y ponía de rodillas a quienes se congregaban alrededor del Cristo de la Monseñor Rivero.
Las oraciones, las plegarias con los ojos cerrados y los brazos extendidos eran gestos de elocuente convencimiento de que los masistas, collas, sucios, sediciosos, terroristas, narcotraficantes, estaban a punto de perder a su presidente, que su caída era inminente.
El día en que Camacho secundado por Tuto, en plan Mariscal de Campo, decidió hacer de Dios la figura simbólica protectora del racismo conservador, sus enviados en la Tierra, los miembros de la jerarquía eclesiástica que conforman la Conferencia Episcopal Boliviana estaban listos para iniciar reuniones y así lo hicieron el domingo 10 de noviembre luego de que Evo Morales y Álvaro García Linera anunciaran sus renuncias. Ni cortos, ni perezosos, estos curas mal ordenados fueron los orquestadores de una reunión a la que no fueron invitados los representantes de la mayoría parlamentaria del MAS, porque estaban terminando de diseñar la sucesión ese mismo día anunciada desde Trinidad por Jeanine Áñez a través de la emisora televisiva que se convertiría en el canal oficial del gobierno de facto, Unitel.
En esa reunión, ya conocida por los actores que intervinieron, se decidió la suerte de Bolivia al margen de la sucesión legal contemplada por nuestra Constitución Política del Estado.
La Iglesia Católica boliviana no actuó como mediadora. Tomó partido desde el primer momento en que ya se sabía que el aparato gubernamental a la cabeza de Evo Morales había quedado desvencijado, rendido, incapaz de seguir aguantando un asedio en el que campeaba la violencia, el ultimátum y una muy astuta puesta en escena mediática con barniz de legitimidad para que todos creyeran que en Bolivia se estaba produciendo una revolución ciudadana.
Durante la semana que concluye, a la Iglesia Católica no se le ocurrió mejor idea que emitir un documento de 25 páginas como si Dios, Jesucristo y sus discípulos fueran sus redactores.
Apenas nos enteramos de su contenido, a través de sus primeros párrafos, supimos que volvían a la carga los Scarpellini (+), los Gualberti y todo ese pelotón de obedientes soldados del conservadurismo bien disfrazados con esas sotanas para largar homilías pretendidamente impolutas desde sus catedrales dominicales de misa.
El rol de la Iglesia Católica en la política boliviana nunca había sido tan abierto y descaradamente tendencioso. Retumba la voz de monseñor Jesús Juárez con esa voz de locutor de radio madrileña ofreciéndonos lecciones de moral y respeto por el prójimo, que por supuesto no fueron puestas en práctica durante el año en el que el gobierno de facto usó su poder como aplanadora para matar, encarcelar, torturar y extorsionar.
De eso los obispos y los párrocos enemigos del MAS no tienen idea porque no les interesó averiguar. Les preocupaba nada más que formar parte del regreso de una estructura de poder en la que el catolicismo se mimetiza como ideología política, malversando la auténtica palabra del Dios predicada por esos sacerdotes de base, de aquellos pueblos perdidos y sumidos en la pobreza a los que se consuela y se ayuda con programas sociales.
En esa Iglesia Católica ligada al poder y al autoritarismo que se ejerció en Bolivia entre 2019 y 2020 es imposible creer. Solamente lo hacen quienes consideran que los pobres, los desheredados de la Tierra, no son otra cosa que la encarnación del demonio.
En cualquier momento nos regalarán otro sesudo documento para volver a mentirle al país. Además de reaccionarios ya confirmamos que pasaron a formar parte de un conocido grupúsculo de pontificadores que proclaman verdades únicas de moral y buenas costumbres.
Por: Julio Peñaloza Bretel